Con una imagen de Borges en la que mira atónito el juego de luces en el techo, me despierto hoy y trato de encontrar el sentido de aquello que se retuerce en el fondo de cada una de las fotografías, de esos momentos congelados, de esa memoria estática: éxtasis. El éxito al que aspiramos como carne finita es a triunfar sobre la muerte, a persistir en la memoria, a que nuestro nombre siga sonando después de nuestra muerte, al recuerdo en la memoria del dios.
Dante, de la tierna y dulce mano de Virgilio, camina por el purgatorio observando la dureza de un dios indiferente al dolor de sus creaciones, Dante, parado en la eternidad del cielo-purgatorio-infierno, es parte de lo que ahora conoceríamos como una fotografía: un lugar atemporal, lo que para santa Teresa sería el éxtasis, lo que para Joyce el arte puro y es en esa eternidad dantesca que se nos es revelado un secreto tan profundo y deseado, tan cierto y tan temido: el sentido de la vida, un doliente sufridor, implórale que cuando regrese al mundo de los vivos –al mundo del tiempo finito –si le es posible, trate de revivir su nombre en la memoria de los que fueron sus familiares, sus amigos y aun en sus enemigos, para que él pueda entrar al “reino” a la presencia de Dios, al éxtasis, para ser parte de la memoria del universo.
Hace un par de años –el tiempo, siempre tan impreciso, yo platicaba con un buen amigo de estos mismos asuntos, el paraíso, el sentido de la vida, el tiempo y la muerte. ¿Por qué Dios? –fue una de las preguntas que nos hicimos ese día –¿por qué Dios necesita que lo adoremos, que le oficiemos misas, que le dirijamos ruegos y oraciones si él es Él? Y este contertulio amigo mío tuvo el buen tino de decir: porque Él somos nosotros, los hombres, porque Él es la memoria de la humanidad, porque Él deja de existir si nosotros lo olvidamos y con él, de paso, dejamos de existir nosotros: venimos a este mundo a perpetuar al Dios, al Padre, nosotros sus hijos, lo perpetuamos con nuestros ruegos y Él nos crea con sus desdén. Él es la memoria eterna/sin tiempo del hombre, del universo.
La visión de la eternidad; de la atemporalidad, de la inmovilidad, ha sido pensada y re-pensada en la historia registrada: el motor inmóvil de Aristóteles y de De Aquino y, llevado al terreno del arte, probablemente la visón más interesante de la inmovilidad es la de James Joyce que, vertida magistralmente en el universo ficcional de su Retrato nos deja ver una visión estético-filosófica de la eternidad, para él, hay dos tipos de arte: el puro y el impuro. El arte impuro es aquel que nos provoca algún movimiento del ánimo ya sea aversión o atracción, también lo llama arte cinético pero su visión del arte puro es aun más esclarecedora y completando la dicotomía nos explica que es todo ese arte que deja al ánimo paralizado, que no crea sentimiento alguno que no nos lleva a decir si algo nos gusta o no, es como el éxtasis mismo, el de Santa Teresa, el de San Sebastián: un lugar, un momento, sin espacio y sin tiempo donde no hay, donde se es pleno y al mismo tiempo se deja de ser, la conciencia.
Vendía alegrías
Hace 7 años.