La cita era “después de las nueve”, el primer convidado llegó a las nueve treinta y todo estaba listo ya. La mesa y las diez sillas que se rentaron para la reunión habían llegado desde las tres de la tarde y los entremeses estaban recién salidos del horno: rebanadas de pan con salsa boloñesa, una rebanada de queso encima y bañados con aceite de oliva. Una delicia. Sobre la mesa pusieron un mantel azul marino; algunas bebidas estaban enfriándose en el refrigerador, otras dentro de una hielera y los refrescos estaban sobre la mesa –¿no será mucho? –preguntó Esteban –¿qué tal si ellos traen más? –siguió. Pues lo guardamos –sentenció Fulano.
Esta noche se reunirían para darle la despedida a Fulano, quien se iba a hacer su maestría en estudios latinoamericanos a la sureña ciudad de Buenos Aires. La música estaba programada de tal manera que todos se sintieran cómodos con lo que escucharían: sones cubanos, salsa, boleros, tangos y por supuesto, mucho jazz. Todos los convidados, por diversas razones, eran amantes del jazz, así que no había error: a todos les gustaría la música. Todo iniciaría con un brindis de Concha y Toro, para finalizar con muchas cervezas.
Era una de esas noches de diciembre que se ponen cada vez más frías conforme avanza y por eso, decidieron que sería buena idea poner el calefactor en un rincón de la sala, para que el frió no hiciera estragos en el ánimo de la reunión. Miguel –el primero en llegar – se ofreció a sacar las bebidas que estaban en el refrigerador, Esteban mientras tanto traería las copas –quince, por si llega algún colado –dijo provocando la risa de Fulano y de Miguel. Cerca de las nueve cuarenta y cinco se escuchó afuera el ruido de un motor que inmediatamente cesó. Súbitamente sonó el timbre. Fulano, que hasta ese momento estaba acomodando las sillas alrededor de la sala, se apresuró a atender la puerta. ¡Hermano! –Un efusivo saludo entró por la puerta y se apoderó de toda la casa –¿cómo que te nos vas a la tierra de Gardel, de Borges y de Martín Fierro? –y no olvides a Perón –interrumpió Fulano. Hubo un estallido de risas acompañado de un entrelazamiento de cuerpos. Eran Isaac y su esposa Rebeca. Todos entraron a la casa y se dirigieron a la sala, antes de que se instalaran en el sofá, otro automóvil se estacionaba –¿quién será ahora? –preguntó Fulano buscando con la mirada a Esteban –iré a ver –respondió este. De un coche blanco bajaron tres personas. Conducía Lucinda, antigua amante de Fulano, la acompañaba su hermana, Josefa, quien en tiempos pasados fuera compañera de estudios de Esteban y con ellas venía “el Gordo”, el bufón del grupo. Ya eran las diez y diez de la noche o, mejor dicho, las veintidós horas y diez minutos de la noche. La noche buena había pasado hace dos noches el año nuevo estaba a cuatro noches de llegar. Las calles no estaban tan transitadas como cualquier fecha, en el aire se respira la nostalgia de los días que no han de volver. Pero para Fulano la nostalgia acabaría pronto.
Cuenta Esteban que Fulano era una de esas personas que te llevaban a los extremos –lo amas o lo odias –dijo en entrevista. –Él siempre tuvo un humor muy especial: encontraba los pequeños defectos de la gente y los magnificaba frente a sus ojos. La mayoría lo entendía, pues todos éramos adultos y habíamos compartido tantas cosas ya, que cualquier cosilla era insuficiente para ofendernos, es más era debido a su humor que muchas personas lo apreciábamos. Nunca creí que alguien le hiciera algo tan bajo y peor aun, que fuera uno de nuestro llamados “amigos”.
De la universidad de Buenos Aires llegó, fechada veinte de enero de 2005, una carta en la que se notificaba al Licenciado Fulano de Trapo, que había perdido los beneficios de su beca por no presentarse en las fechas acordadas a la Coordinación de Relaciones Exteriores para dar de alta su matrícula. En las manos de Esteban, el papel parece un pañuelo con el que se ha limpiado las lágrimas del último mes. Su semblante es oscuro y decaído, los codos, apoyados en la mesa de la misma sala de aquella fiesta, apenas si sostienen su cabeza oval, el cigarrillo en la mano derecha, despide volutas de humo que se elevan como incienso sagrado. Cuando Terminó mi encuentro con Esteban –todo esto, como dicen los gringos, off the record –cuando apagué mi grabadora, él rompió en llanto, llamando a su recién muerto amigo, maldiciendo las botellas de vino y cerveza que vuelven a todos un manojo de bestias, maldiciendo la era de bronce y la invención de herramientas y cuchillos, maldiciendo la vida y maldiciendo a la muerte. Sus últimas palabras, antes de sacarme del lugar a empellones y agradecer mi visita fueron: “pinche Gordo, siempre fuiste tan pendejo”.